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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 186]
    Pero si con la destrucción del Templo parecería que la sed de venganza y muerte que los romanos respiraban contra los judíos había desaparecido, nada más lejos de la realidad. Muchos judíos civiles, sin armas y agotados por el hambre, fueron degollados sin importar si eran niños, sacerdotes o ancianos. Mientras tanto, Juan de Giscala y los zelotes pudieron escapar a la Ciudad Alta. Además, un loco profeta o visionario se levanta entre la muchedumbre del pueblo que aún sobrevive en la ciudad baja, ya aliviada por la huida de los zelotes hacia la ciudad alta, y persuade a unas 6.000 personas para que aparentemente suban por las escalinatas exteriores que conducen al pórtico sur y colonicen las estancias superiores de ese gigantesco complejo de varios pisos lleno de columnas, con el objetivo de recibir la liberación de Dios; pero como los romanos prenden fuego a todos los pórticos, esa entera muchedumbre perece. Finalmente, todo el recinto del templo arde en llamas y los sacerdotes sobrevivientes son ejecutados por orden de Tito. Poco después, recuperado ya un cierto orden tras la brutal matanza, las legiones, para celebrar la toma del Templo, izaron sus estandartes y desfilaron en el patio exterior del calcinado lugar, realizando un sacrificio pagano y proclamando futuro césar a Tito. Juan de Giscala y Simeón bar Giora, en un último intento, reconociendo la superioridad romana y que todo estaba perdido, parecieron estar dispuestos a negociar la rendición de la ciudad alta. Tito, recurriendo a un intérprete que no era Josefo, les echó un largo discurso hablando de la ingratitud que tenía el pueblo judío respecto a los romanos y de que no hubieran sido lo suficientemente inteligentes como para haber entablado conversaciones de paz anteriormente. Los rebeldes piden abandonar la ciudad para refugiarse en el desierto con mujeres y niños, e incluso hacerlo sin entregar las armas porque habían juramentado no rendirse jamás. Tito se enoja ante la abusiva propuesta y termina las conversaciones, ordena a sus tropas que quemen toda la ciudad baja y jura que no perdonará ya a nada ni a nadie.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 185]
    Regresemos ahora a Judea, al asedio de Jerusalén por Tito. El 27 de agosto del año 70 se completan 2 terraplenes y se usan arietes pesados para golpear las murallas noroccidentales que protejen el patio exterior norteño del templo, a la vez que soldados romanos intentan escalar las murallas para tomar las techumbres de los pórticos del norte, pero sufren pérdidas notorias. Entretanto, dos oficiales importantes de Simón bar Gioras se entregan a los romanos. Por su parte, Tito, el día 28 de agosto, se reune con sus altos oficiales para dilucidar un asalto final y decidir la suerte del Templo si éste caía. Algunos oficiales estaban dispuestos a que se destruyera, ya que era el símbolo del último bastión rebelde y del ardor nacionalista del pueblo judío; otros, por el contrario, opinaban que había que mantenerlo en pie si sus defensores se rendían. Según Flavio Josefo, Tito estaba dispuesto a salvarlo, ya que su belleza era tal que hacía honor al Imperio Romano. Reanudada la lucha el 29 de agosto, de nuevo en el patio exterior, la ferocidad de los rebeldes fue tal que Tito y sus singulares tuvieron que intervenir para que la línea de infantería romana no se hundiera. Poco a poco, los romanos ganaron terreno en el patio exterior, obligando a los rebeldes a recular hacia el patio interior, que a su vez estaba rodeado por una muralla en sus cuatro costados que formaba una segunda línea defensiva en caso de perderse el patio exterior. Tito, cansado y satisfecho de haber acorralado a los rebeldes en el recinto del patio interior, se retira a la fortaleza Antonia y se resuelve a atacar al día siguiente. Pero los rebeldes embisten otra vez y son derrotados y echados hacia atrás, al santuario. En un momento indeciso de la lucha, un soldado, sin esperar ninguna orden, movido por un impulso sobrenatural según Josefo, arroja dentro de la cámara del Templo una antorcha encendida, lo que provocó un incendio que en pocos minutos pasó a ser incontrolable. Tito recibe las noticias del incendio y enseguida se persona en el lugar, pues lo último que deseaba era que el Templo sufriera daños. Ahora su gran preocupación era detener el incendio, y para ello organizó grupos de bomberos; pero lo cierto es que muchos legionarios romanos se mostraron reacios a apagarlo, preocupándose sólo de saquear lo que había en el interior. Esperando, al menos, salvar la parte interior del Templo, mandó a un centurión y a sus hombres que apagasen el fuego y emplearan la fuerza contra quien desobedeciera, pero fracasó en el intento. Algunos, en vez de apagarlo, lanzaron más antorchas, ansiando destruir el recinto sagrado del enemigo, un enemigo que había luchado contra ellos con gran determinación y que se había ganado la ira más asesina de los legionarios romanos. Era el día 9 del mes de ab en el calendario judío, o final de agosto, un día de infausto recuerdo para los judíos, ya que también coincidía conmemorativamente con la destrucción del primer Templo a manos de Nabucodonosor.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 184]
    Hasta aquí son las palabras de Eusebio, en buena parte tomadas de Josefo. Pero éstas no son historia pasada; no para los que han escudriñado la profecía de Jesucristo acerca del fin del mundo, la cual está registrada en los evangelios según Mateo, Marcos y Lucas, en triplicado, para que no se ignore. Esta profecía viene expresada como una dualidad, es decir, como dos bloques entrelazados de acontecimientos históricos separados entre sí por unos dos milenios, pero que guardan una relación entrambos que está determinada por un lapso de intenso sufrimiento humano apodado “gran tribulación” (tribulación magna o insuperable en su género): una para Jerusalén en el siglo primero de nuestra era, que ya pasó, y otra para nuestro tiempo, a nivel mundial, que está por llegar. Por eso, aunque resulte penoso considerar lo que le sobrevino a la ciudad de David durante los postreros días de la generación que se levantó en Judea en los días de Cristo, también será de buen provecho a toda persona reflexiva contemplar en su imaginación las cosas que están destinadas a suceder dentro de relativamente poco tiempo, esto es, un cúmulo de sufrimientos a nivel mundial que recrearán a lo moderno las mismas condiciones infrahumanas de la Jerusalén del año 70, durante el asedio de Tito, por todo el globo terrestre. Empero una tal reflexión sería absurda y psicopática si no estuviera alentada por la expectativa de protección y supervivencia que suministra la sagrada escritura, la cual fue la ciudad de Pela para los cristianos del primer siglo y la cual quizás sea (está por aclararse) la de unos simbólicos “cuartos interiores” mencionados por el profeta Isaías (libro de Isaías, capítulo 26, versículo 20) para los cristianos verdaderos de la época actual. En las Biblias con anotaciones referenciales, el texto de Isaías, capítulo 26, versículo 20, se conecta con juicios finales de tiempos pasados, como el Diluvio y la matanza de los primogénitos de Egipto por el ángel exterminador, en tanto que el versículo siguiente, el 21, se vincula con la “gran tribulación” del evangelio de Mateo y con el fin del mundo predicho en la segunda epístola del apóstol Pedro.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 183]
    Parte VII (Acerca de las profecías de Cristo). Éste fue el castigo que recibieron los judíos por su delito y su impiedad para con el Cristo de Dios. Pero merece la pena añadir la verdadera profecía de nuestro Salvador, con la que manifestaba los mismos acontecimientos, cuando profetizaba como sigue: “Mas ay de las que estén encintas, y de las que críen en aquellos días. Orad, pues, que vuestra huida no sea en invierno ni en día de reposo; porque habrá entonces gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá”. Sumando el número de todos los muertos, dice el mismo escritor que por el hambre y por la espada cayeron un millón cien mil personas, y el resto de rebeldes y de ladrones, denunciándose unos a otros tras ser tomada la ciudad, fueron ejecutados; los jóvenes más altos y notables por su belleza corporal los guardaban para la ceremonia del “triunfo”, y del resto de la multitud, —los mayores de diecisiete años—, unos cuantos fueron enviados cautivos a los trabajos forzados de Egipto y la mayoría fueron distribuidos entre las regiones para morir en el teatro, por el hierro o por las fieras; pero los menores de dicisiete años fueron llevados como presos de guerra para ser vendidos. Estos solos ya sumaban unos noventa mil hombres. Todo esto tuvo lugar así en el segundo año del reinado de Vespasiano, coincidiendo con las profecías de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, el cual, gracias a su divino poder, ya lo vio de antemano como si fueran presentes, y lloró y se lamentó de acuerdo con la Escritura de los santos evangelistas, que también aportan las palabras que dijo refiriéndose a Jerusalén: “Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz. Mas ahora está encubierto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, cuando tus enemigos te rodearán con vallado, y te sitiarán, y por todas partes te estrecharán, y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti”. También cuando se refería al pueblo: “Porque habrá gran calamidad en la tierra, e ira sobre este pueblo. Y caerán a filo de espada, y serán llevados cautivos a todas las naciones; y Jerusalén será hollada por los gentiles, hasta que los tiempos de los gentiles se cumplan”. Y de nuevo: “Pero cuando viereis a Jerusalén rodeada de ejérritos, sabed entonces que su destrucción ha llegado”. Quien compare las palabras de nuestro Salvador y las otras descripciones del autor sobre toda la guerra, ¿cómo no ha de maravillarse y de admitir que la presciencia y la profecía de nuestro Salvador son verdaderamente Divinas y sobrenaturalmente extraordinarias? Por ello, sobre lo que sobrevino a toda la nación después de la Pasión del Salvador y de aquellas voces con las que el pueblo judío requería que fuera librado de la muerte el ladrón y homicida y que se aniquilara al autor de la vida, nada cabe añadir a la narración. A pesar de ello, sería justo añadir cuanto se refiere al amor para con los hombres de la entera Providencia, que aplazó la ruina de los malvados durante cuarenta años después de su audacia contra Cristo. Y a lo largo de estos cuarenta años muchos apóstoles y discípulos, y el propio Jacobo (primer obispo del lugar, llamado hermano del Señor), que todavía vivían y habitaban en la misma ciudad de Jerusalén dando sus discursos, permanecían en el lugar como muro fortificado.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 182]
    ... Al cabo de otras cosas acaba diciendo: «No podría retenerme de mencionar lo que me indican mis sentimientos. Es mi opinión que si los romanos se hubieran retardado en su ataque contra los ofensores, una sima hubiera abatido la ciudad, o hubiera sido inundada, o los rayos de Sodoma le hubieran dado alcance, porque esa generación era mucho más impía de lo que fueron los que llevaron estos castigos. De este modo, por causa de la demencia de ellos, todo el pueblo pereció con ellos». En el libro VI también escribe como sigue: «De los que murieron por el hambre en la ciudad el número era ilimitado, y los sufrimientos que tuvieron lugar, indescriptibles. En toda casa, si en algún lugar se vislumbraba una mera sombra de comida, se entablaba una guerra y llegaban a las manos los que más se querían, con el fin de arrancarse el misersable recurso de vida. La necesidad no tenía confianza ni siquiera en los moribundos. Los ladrones inspeccionaban también a los que estaban por morirse, por si se diera el caso de que mantenían algún alimento escondido entre los pliegues de su vestido pretendiendo estar muertos. Algunos, boquiabiertos por la falta de alimento, semejantes a perros rabiosos, iban tropezando y, desencajados, arremetían contra las puertas a modo de borrachos y, en su debilidad, penetraban en las mismas casas dos y hasta tres veces en una hora. Por la indigencia se ponían cualquier cosa en la boca, y si lograban reunir algo indigno, incluso para los animales irracionales más inmundos, se lo llevaban para comérselo. De este modo, al final ya no se retenían ante sus cinturones ni zapatos, y sacando las pieles de sus escudos, las devoraban. Algunos se alimentaban también con pedazos de hierba vieja, mientras que otros, recogiendo fibras de plantas, vendían una ínfima parte por cuatro dracmas áticos. ¿Y qué diremos de la desvergüenza de la gente desalentada por el hambre? Porque estoy a punto de poner de manifiesto unos actos que no se hallan registrados ni entre los griegos ni entre los bárbaros, escalofriantes para contarlos e increíbles para escucharlos. Por mi parte, para que no considerasen que estoy inventando para el futuro, con mucho gusto ignoraría tal desgracia si no se diera el caso de que dispongo de innumerables testigos contemporáneos. Y, por otro lado, concedería a mi patria un favor estéril si dejara en silencio sus sufrimientos reales. Así pues, una mujer residente en el otro lado del Jordán, de nombre María, hija de Eleazar, de la aldea de Batezor (que quiere decir “casa de Hisopo”), distinguida por su familia y su riqueza, se refugió en Jerusalén con la restante multitud y con ellos sufría el asedio. Los tiranos le robaron todas las otras posesiones que ella había aprovisionado y transportado desde Perea hasta la ciudad. El resto de sus bienes y algo de comida que vieron los hombres armados que entraba cada día, se lo fueron quitando. La indignación de aquella mujer era terrible, y a menudo vituperaba y maldecía a los bandidos con el único resultado de excitarlos contra su persona. Y como fuere que nadie la mataba (exasperados o compadecidos), y fatigada de buscar alimentos para otros, pues de todos modos ya era imposible buscar, oprimiéndole el hambre las entrañas y la médula y más enfurecida que hambrienta, se hizo de la ira y de la necesidad como consejeros, apresuró contra la naturaleza y, agarrando a su hijo de pecho, dijo: “Desventurada criatura. En la guerra, en el hambre y en la revuelta, ¿para quién te cuidaré? Si llegamos a parar vivos en las manos de los romanos, la esclavitud. Pero el hambre llega antes que la esclavitud y los rebeldes son más terribles que ambas opciones. Venga, pues. Sé mi alimento, la maldición de los rebeldes y un mito para el mundo; lo único que faltaba a la desgracia de los judíos”. Mientras decía esto mató a su hijo. Luego lo asó y se comió una mitad, pero el resto lo ocultó. Al punto acudieron los rebeldes y notaron el hedor del malvado sacrificio, la amenazaron con degollarla inmediatamente si no les indicaba lo que había preparado. Ella, respondiéndoles que para ellos guardaba una bella porción, les descubrió lo que había quedado de su hijo. Un escalofrío y un gran estupor se apoderó de ellos en aquel mismo momento y se quedaron clavados ante aquella visión. Pero ella les dijo: “Es mi hijo, mi obra. Comed, pues yo también me he alimentado. No seáis más débiles que una mujer ni más compasivos que una madre. Pero si vosotros sois piadosos y no aceptáis mi sacrificio, yo ya comí en vuestro lugar; el resto quede también para mí”. Después de estos acontecimientos, ellos salieron temblando; fue la única vez que tuvieron miedo y que, de mala gana, dejaron para la madre semejante alimento. Inmediatamente, la ciudad fue llena de repugnancia y cada cual se estremecía cuando se imaginaban como suyo aquel crimen. Los hambrientos tenían deseo de morirse y celebraban a los que se habían anticipado en la muerte, antes de oír y presenciar tan grandes males».

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 181]
    Parte VI (Acerca del hambre que angustió a los judíos). Toma, pues, entre tus manos el libro V de de las Guerras de los judíos de Josefo y lee la tragedia que sucedió entonces: «Para los ricos, quedarse significaba la perdición, pues con la excusa de deserción mataban a cualquiera por causa de sus bienes. Con el hambre crecía también la demencia de los rebeldes y cada día ambas se enardecían terriblemente. El trigo no era visible en lugar alguno, pero ellos se lanzaban dentro de las casas y las registraban. Cuando lo encontraban los maltrataban por haber negado, pero si no lo hallaban, los atormentaban por haberlo escondido con tanta precaución. La evidencia de tener o no tener eran los cuerpos de los desafortunados: los que todavía se mantenían en pie daban la impresión de poseer gran cantidad de alimentos; sin embargo, los que ya estaban consumidos, los dejaban, pues creían que no era lógico matar a los que estaban a punto de morirse de necesidad. Muchos cambiaban furtivamente sus posesiones por una medida de trigo, los más ricos; o de cebada, los más pobres. Luego, encerrándose en lo más recóndito de sus casas, y debido al escozor de la necesidad, algunos comían el grano crudo y otros lo cocían a medida que lo requería la necesidad y el temor. Tampoco se ponía la mesa. Pues sacando del fuego los alimentos aún crudos, se los tragaban. La comida era miserable a la visión conmovedora; los más fuertes abusando, los más débiles quejándose. El hambre supera todo sufrimiento, pero nada destruye tanto como el honor, pues aquello que de otro modo se aceptaría como digno de consideración, en esta situación se menosprecia. Las mujeres por ejemplo, quitaban la comida de la boca de sus maridos, los hijos de la de los pobres, y lo más deplorable, las madres de las de sus niñitos, y a pesar de que los seres más queridos se iban acabando entre sus manos, ningún tropiezo existía para llevar las últimas gotas de vida. Y aunque comían de este modo, no pasaban desapercibidos y los rebeldes en todo lugar se lanzaban sobre estas presas. En el momento que observaban una casa cerrada, era indicio de que los que se hallaban en el interior estaban provistos de alimentos, y en seguida, cargándose las puertas, arremetían hacia dentro, y únicamente les quedaba aferrarse a las gargantas para sacarles el bocado. Azotaban a los ancianos que retenían los alimentos, y a las mujeres que ocultaban entre sus manos lo que les quedaba les arrancaban la cabellera. No existía la compasión ni para los ancianos ni para los niños, sino que, alzando a los niños que no soltaban su bocado, los lanzaban contra el suelo. Pero aún eran más inhumanos con aquéllos que anticipaban su llegada y se habían tragado lo que ellos les iban a arrebatar, pues se consideraban agraviados. Ideaban terribles métodos de tortura para encontrar los alimentos. Cerraban la uretra de los desafortunados con granos de legumbres y les atravesaban el recto con palos afilados. Se sufrían tormentos aterradores para el oído simplemente hasta conseguir la confesión de un solo pan o para revelar un solo puñado de harina. Pero los torturadores no sufrían el hambre (pues su crueldad sería menor si se encontraran en necesidad), porque practicando su demencia iban procurándose de antemano provisiones para los días que tenían que llegar. Iban al encuentro de los que durante la noche salían arrastrándose hasta la avanzada romana para reunir legumbres silvestres y hierbas. Y cuando ya creían que habían burlado a los enemigos, entonces les arrebataban lo que llevaban, y por mucho que suplicaran invocando por el sagrado nombre de Dios para que les dieran alguna porción de lo que habían traído, estando en tan grande peligro, ni así se lo daban, y podían contentarse si no perecían además de ser despojados». Además de otros detalles, añade lo siguiente: «A los judíos les truncaron, junto con las salidas, toda esperanza de salvación, y el hambre, descendiendo por cada casa y en cada familia, consumía al pueblo. Las estancias se llenaban de mujeres y de niños de pecho que habían perecido, y los callejones de ancianos muertos. Los niños y los jóvenes, hinchados como sombras, pasaban por las plazas y caían donde les sobrevenía el dolor. Los enfermos eran incapaces de sepultar a sus familiares, y los que podían se negaban por la gran cantidad de cadáveres y su propio destino dudoso. Muchos, pues, caían sin vida al lado de los que acababan de enterrar, mientras que otros muchos se dirigían a sus sepulcros antes que la necesidad lo prescribiera. En todas estas desgracias no había canto fúnebre ni lamento. En su lugar, el hambre censuraba al sufrimiento, y los que morían observaban con ojos secos a los que les habían precedido en la muerte. Un profundo silencio y una noche colmada de muerte encerraba la ciudad. Pero lo más terrible eran los ladrones. Pues, entrando en las casas, a modo de saqueadores de tumbas, despojaban a los cadáveres y, tras retirar las cubiertas de los cuerpos, salían riéndose. También probaban el filo de sus espadas con los cadáveres y, con su prueba del hierro, atravesaron a algunos que, aunque habían caído, estaban vivos. No obstante, si alguien les suplicaba que hicieran uso de sus espadas y de su fuerza en él, lo abandonaban al hambre, ignorándole. Y todos los que expiraban fijaban su mirada en el Templo, porque dejaba vivos a los rebeldes. Los propios rebeldes primero ordenaban sepultar a los muertos, a cargo del tesoro público, porque no aguantaban el hedor. Pero, posteriormente, cuando ya no se daba abasto, los lanzaban por encima de las murallas a los precipicios. Tito, cuando los vio llenos de cadáveres y del espeso líquido que fluía de los cuerpos en putrefacción, se lamentó, y alzadas sus manos tomó a Dios por testigo de que no era obra suya»...

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 180]
    Parte V (Acerca de los últimos tormentos de los judíos después de Cristo). Tras ostentar Nerón el poder durante trece años, y habiendo tenido lugar los reinados de Galba y de Otón en el espacio de un año y seis meses, Vespasiano, que había sido notable en los ataques a los judíos, fue designado emperador en Judea una vez que se le nombró públicamente como jefe supremo del ejército que le había acompañado a aquel lugar. Inmediatamente salió para Roma y confió la guerra contra los judíos en manos de su hijo Tito. Ahora bien, los judíos, después de la ascensión de nuestro Salvador, culminaron su crimen contra él con la concepción de innumerables maquinaciones contra sus apóstoles. El primero fue Esteban, al cual aniquilaron con piedras; luego Jacobo, hijo de Zebedeo y hermano de Juan, que fue decapitado; y finalmente Jacobo, el que fue escogido en primer lugar para el trono episcopal de Jerusalén, después de la Ascensión de nuestro Salvador, y que murió del modo mencionado. Todos los demás apóstoles fueron amenazados de muerte con innumerables maquinaciones, y fueron expulsados de Judea y se dirigieron a todas las naciones para la enseñanza del mensaje con el poder de Cristo, que les había dicho: “Id, y haced discípulos a todas las naciones”. Además de éstos, también el pueblo de la iglesia de Jerusalén recibió el mandato de cambiar de ciudad antes de la guerra y de vivir en otra ciudad de Perea (la que llaman Pela), por un oráculo transmitido por revelación a los notables de aquel lugar. Así pues, habiendo emigrado a ella desde Jerusalén los que creían en Cristo, como si los hombres santos hubiesen dejado enteramente la metrópoli real de los judíos y toda Judea, la justicia de Dios vino sobre los judíos por el ultraje al que sometieron a Cristo y a sus apóstoles, e hizo desaparecer totalmente de entre los hombres aquella generación impía. En los relatos que escribió Josefo se describen con toda exactitud los males que en ese momento sobrevinieron a todo el pueblo judío en todo lugar; cómo principalmente los habitantes de Judea fueron agobiados hasta el extremo de las desgracias; cuántos miles de jóvenes y de mujeres, juntamente con sus niños, cayeron a espada, por hambre y por muchos otros tipos de muerte; cuántos y cuáles ciudades de Judea fueron sitiadas; cuán grandes desgracias, y más que desgracias, presenciaron los que fueron en su huida a Jerusalén, ya que era la metrópoli más fuerte; el desarrollo de la guerra y lo que tuvo lugar en ella en cada momento; y, finalmente, cómo la abominación desoladora que proclamaron los profetas se asentó en el mismo templo de Dios, en gran manera notable antiguamente; y entonces sufrió todo tipo de destrucción hasta su desaparición final por el fuego. Merece la pena señalar que el mismo autor afirma que los que, procedentes de toda Judea, se apiñaron en los días de la fiesta de la Pascua, en Jerusalén, como en una prisión, usando sus propias palabras, fueron alrededor de tres millones. Era preciso, pues, en los mismos días en los que habían llevado a cabo la Pasión del Cristo de Dios, bienhechor y Salvador de todos, que, como encerrados en una prisión, recibieran el azote que les daba alcance viniendo de la justicia Divina. Así pues, dejando aparte los acontecimientos que les sobrevinieron y cuántas veces fueron entregados a espada o de diversos modos, sólo me ha parecido oportuno mostrar las desgracias originadas por el hombre, a fin de que los que obtengan este escrito vean, parcialmente, cómo les daba alcance al poco tiempo el castigo procedente de Dios por causa de su crimen cometido en contra del Cristo de Dios.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 179]
    En medio del sofocante calor de aquel 15 a 17 de agosto del 70, los informes de los escapados son de un hambre más que horrible en la ciudad sitiada, con innumerable cantidad de víctimas mortales y donde los rebeldes hambrientos como perros enloquecidos se tambalean de casa en casa en busca de comida y donde tanto el cuero de los zapatos como la hierba seca y escasa son comidos con ansia. La abominable monstruosidad causada por el hambre alcanza su profundidad máxima en la historia de una tal María, hija de un tal Eleazar, que impresiona estremecedoramente no sólo a los rebeldes sino también al mismo Tito, quien es enterado de ella tal vez mediante Josefo y éste quizás por medio de los testimonios de los desertores y escapados. Parecería que la historia trágica de esta María es una invención urdida por una mente perversa y Josefo asegura en sus escritos que habría omitido de buena gana dicha tragedia, por temor a que se le considerara poseedor de una imaginación diabólica, pero gracias a que había gran cantidad de testigos de la susodicha historia entre sus contemporáneos, él decidió inmortalizarla junto con las siguientes palabras: “Tito juró sepultar esta abominación bajo las ruinas de la ciudad”. Para saber de qué se trata esta historia real, podemos acudir a los escritos del historiador Eusebio de Cesarea (263-339), quien solía emplear citas textuales de otros historiadores que no sobrevivieron a su época y también de Flavio Josefo, encontrándose una gran concordancia entre lo que Eusebio dice y lo que afirma el judío cuando se refieren a un mismo tema, lo cual hace a Eusebio bastante fiable. En su obra “Historia de la Iglesia” (o Historia eclesiástica), Eusebio trató de presentar la historia de la Iglesia desde los apóstoles (es decir, los “Hechos de los Apóstoles”) hasta sus días, teniendo en cuenta en dicha obra la historia de los judíos. En el tercer y último libro de la citada obra, partes V a VII, Eusebio informa lo que se expone a continuación.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 178]
    Habiendo llegado los finales de julio del 70, informes procedentes de desertores judíos, entre los que se encuentra un tal Maneo ben Lázaro, indican que desde el 1 de mayo hasta el 20 de julio los muertos civiles o personas no combatientes en la ciudad ascienden a más de 600.000 aproximadamente, y todo ello sin contar los miles de desertores apresados o ejecutados por los romanos. A primeros de agosto, los romanos pensaron que la mejor forma para llegar a los aledaños (o perifería) del Templo era de nuevo construir terraplenes, cuyos materiales, de nuevo, hubieron de traerse a gran distancia. Mientras tanto, Tito envió a Flavio Josefo con un mensaje dirigido a Juan de Giscala desafiándole formalmente que se presentara y aceptara el combate; y también parece que se le ofreció de nuevo una honrosa rendición con tal de salvar el Templo. De todas formas, Juan discute acaloradamente con Josefo y rechaza toda vía razonable de solución, con lo que gran número de ciudadanos de clase alta, incluyendo a muchos sacerdotes, desertan en ese momento y se entregan a los romanos. En consecuencia, de nuevo, se dispuso el ataque al patio exterior a pesar de que las rampas aún no se habían terminado. Para ello, Tito formó una fuerza de asalto especial que puso bajo el mando de Sexto Vetuleno Cerealis, el legado de la legión V (Macedonica), compuesta de unidades de mil hombres mandadas por un tribuno y cuyos miembros se contaban entre los 30 legionarios más valientes de cada centuria. El ataque se produjo por la noche, pero tras la sorpresa inicial, los rebeldes, cada vez en mayor número, se apilaban para luchar en el patio exterior, conteniendo a los romanos y quedando el encuentro en empate. Entretanto, los rebeldes intentan un asalto a la legión X (Fretensis) en el Monte de los Olivos, por medio de franquear el cerco de estacas puntiagudas, directamente enfrente de la muralla oriental del Templo, pero son rechazados después de una breve e intensa batalla. Finalizadas por fin las rampas, los arietes de asedio llegaron a la muralla exterior del Templo y durante 6 días, sin resultado alguno, intentaron abrir brecha, ya que los formidables bloques de piedra aguantaban bien, a la vez que, como ya iba siendo costumbre, los rebeldes importunaban el ataque. Simultáneamente, la lucha continuaba en el patio exterior, incendiando ambos bandos secciones del pórtico para convertir sus posiciones en inexpugnables a los ataques del bando contrario. El 15 de agosto, en una fingida retirada de los rebeldes del pórtico occidental, los romanos cayeron en una trampa, ya que en el momento en el que éstos se precipitaron por este punto, el pórtico, que previamente había sido llenado de betún y madera seca, empezó a arder, provocando muchas bajas romanas que perecieron bajo las llamas o fueron muertos o capturados por los rebeldes. Viendo que los arietes no doblegaban aquellas majestuosas murallas, se intentó tomar el muro exterior mediante escaleras de asalto. Pero los judíos esperaban en lo alto y precipitaron al vacío a cuantos iban subiendo, además de capturar algunos estandartes. En los días siguientes, Tito ordenó incendiar otras secciones del pórtico exterior, pero sin resultados.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 177]
    Como opción añadida a la circunvallatio y para que la toma de la ciudad fuera más rápida, Tito hizo construir nuevas rampas de asedio frente a la Fortaleza Antonia. Pero debido a la devastación de toda el área circundante de Jerusalén, la madera hubo que traerla desde una distancia de más de once millas (más de 18 kilómetros, aproximadamente) para su construcción. Tras 21 días de trabajo se acabaron las obras, a pesar de que los judíos con Juan de Giscala al frente intentaban dificultar, cada vez con menos vigor y por la mayor vigilancia romana, los trabajos preparatorios. Entretanto, mientras se erigían las rampas, los romanos capturan más de 500 evadidos de la ciudad por día, a los que torturan, matan y luego crucifican ante las murallas, a la vista de los rebeldes, para intimidarlos; y parece que Tito llegó a entristecerse por tener que usar una persuasión tan cruel y con tan grande número de víctimas, al grado de que llegó un momento en que no había suficiente espacio para tantas cruces ni suficientes cruces para tantos cuerpos. Pero tales ejecuciones masivas y crueles tienen el efecto contrario al pretendido por los sitiadores, pues los judíos defensores juran luchar contra los romanos hasta su último aliento, aun si ello implicara la destrucción del Templo. Por eso, las exortaciones de Tito dirigidas a los rebeldes, para que éstos se rindan y así se pueda salvar el Templo y lo que queda de la ciudad, caen en oídos sordos. Una vez terminada la rampa de asedio, los arietes empezaron a golpear los muros de la fortaleza, sin mucho éxito al principio, pero el continuo envite de los mismos propició que la parte batida se desplomara por sí sola, quizás con la ayuda de los túneles realizados anteriormente por los hombres de Juan, que quizás se desplomaran del todo en ese momento. Tras esto, una enorme brecha se abrió, pero cuando los romanos se dispusieron a atravesarla, se encontraron con un nuevo muro, levantado a toda prisa, que impedía el acceso al patio exterior del Templo. Esto desmoralizó a las tropas, a las que Tito de nuevo tuvo que arengar prometiendo recompensa al primer hombre que llegara a lo alto del parapeto. Y sólo una docena de auxiliares, liderados por un tal Sabino, se dispusieron a la acción, pereciendo él mismo junto con 3 de sus compañeros. Se esperaba que los demás siguieran el ejemplo, pero no lo hicieron, hasta que 2 noches más tarde un pequeño grupo de unos 20 o 30 soldados ascendieron por propia iniciativa y eliminaron a los centinelas. Tito, enterándose de lo sucedido y sacando partido del éxito, envió a sus hombres hacia el patio del Templo, en donde hubo un combate nocturno del que nadie saldría vencedor, hasta que finalmente, ya amanecido, los rebeldes consiguieron hacer retroceder a los romanos.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 176]
    Después de la construcción de la circunvallatio, la situación en el interior de la ciudad no hizo más que empeorar, ya que el hambre era de tal magnitud que incluso Juan de Giscala tuvo que usar el aceite y el vino sagrados con fines profanos para evitar la desesperación; y muchas víctimas inocentes, sobretodo mujeres y niños, morían, apilándose sus cadáveres de tal forma que, cuando el hedor se convirtió en insoportable, se empleó el tesoro público para enterrarlos. Hambre horrorosa que iba en aumento exponencial, hasta que los cadáveres se hicieron tan numerosos que no hubo otra solución que lanzarlos a las hondonadas que rodeaban la ciudad, a lo que Tito, observando tan lamentable espectáculo, se reprendía a sí mismo como si tuviera toda la culpa de ello. Pero una cosa era cómo pensaba Tito y otra muy diferente cómo pensaban sus tropas, pues la piedad no era precísamente un don muy atribuíble a los legionarios romanos y mucho menos a la legión XII (Fulminata), la cual rabiaba por vengarse de la humillante derrota de Bethorón. Por otra parte, las últimas palabras de Josefo, si bien no produjeron ninguna reacción favorable a la rendición entre los rebeldes armados, hicieron mella entre los no combatientes judíos en el sentido de querer desertar de la ciudad. Por ello, algunos desertores judíos ricos, a sabiendas de que ya estaba todo perdido, abandonaban la ciudad después de haber vendido todas sus posesiones por monedas de oro y tragárselas para poder esconderlas. Pero al caer éstos en manos de romanos informados de semejante estrategia, alcanzaban un final atroz, pues los legionarios, junto con algunos auxiliares egipcios y sirios, iban en busca de ellos y les abrían el vientre para robarles las monedas. Tito quedó horrorizado cuando casualmente se enteró, ya tarde, y prometió buscar a los culpables, los cuales nunca aparecieron aunque seguían practicando tal barbarie, muchas veces sacrificando a las víctimas en vano, ya que en el interior de la mayoría de ellas no encontraban el oro deseado. Empero la gran avalancha de desertores de última hora dieron informes verdaderamente espeluznantes a los oficiales romanos acerca de los estragos y locuras que estaba causando el hambre creciente en la ciudad, y de cómo la masa de no combatientes esa atacada por los insurrectos judíos militarizados, quienes realizaban búsquedas puerta a puerta por comida, golpeando y torturando a las familias en sus hogares, asesinando y robando a los hipotéticos ricos que encontraban a su paso. Según Josefo, relatar en detalle la enorme cantidad de atropellos y vejaciones mortales a las que eran sometidas las personas civiles por sus propios hermanos de raza y religión fanatizados, bajo el mando de Juan y Simón, es imposible; y, en pocas palabras, se puede decir que ninguna otra ciudad del mundo ha soportado jamás una oleada tan cruda de miserias ni albergado una generación de seres tan envilecidos y pródigos en delitos desde los comienzos de la historia humana. Por lo visto, Jesucristo no exageró cuando señaló que a Jerusalén le iba a sobrevenir la peor tribulación de su historia (una grande tribulación inigualable) algún tiempo después de su partida y todavía dentro del alcance de los días de aquella generación que pidió su muerte ante Pilato. Sin embargo, lo más interesante de esta narración para nosotros, los que somos asiduos lectores de la sagrada escritura y queremos aprender de la experiencia histórica, es que la misma profecía del evangelio de Lucas acerca del fin de la Jerusalén clásica está entrelazada con los acontecimientos previstos para el fin del mundo actual, al que también se esperaría que le aplique paralelamente un desenlace en forma de una grande tribulación (tribulación magna) de alcance global impregnada de barbaridades parecidas o similares a las testimoniadas por Josefo.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 175]
    A pesar de la dura preparación psicológica de los romanos, éstos se desanimaron mucho cuando vieron que el gran esfuerzo que habían realizado para montar las rampas de asalto había sido en vano. Tito, consciente de la gravedad de la situación, se reunió con los oficiales superiores para poder dar una solución al problema. Se barajaron 2 propuestas, ambas extremas: la primera, un asalto inmediato a gran escala y con todo el ejército, que aunque podría dar una victoria aplastante también tenía el riesgo de fracasar, con lo que definitivamente la moral de los soldados se hundiría del todo; y segundo, rodear con una muralla toda la ciudad, y esperar que los sitiados murieran de inanición o de hambre, opción que a Tito le disgustaba por considerar que no era la forma más honorable de vencer. Finalmente, se adoptó una solución intermedia que implicaría a las 2 propuestas, es decir, se seguiría con el asalto pero, a la vez, se construiría una “circunvallatio” alrededor de la ciudad para asegurar su bloqueo hermético y así los sitiados no pudieran salir y tampoco recibir ningún tipo de ayuda desde fuera (la “circunvallatio” consistía en una línea de fortificación que rodeaba la ciudad para que ésta no pudiera recibir ayuda logística, víveres o efectivos desde fuera, a fin de que la rendición de la misma se produjera por hambre, hacinación, sed o proliferación de enfermedades). La tarea de la construcción de esta circunvallatio conllevaría muchos días, e incluso puede que algunos meses, por lo que parecía una empresa descabellada, pero las arengas de Tito hacia sus hombres hicieron gran mella en ellos, y, en un esfuerzo de coordinación lleno de admiración, cada legión y cada subunidad se ocupó de un tramo, mientras Tito visitaba regularmente los grupos de trabajo para animarlos. Y esto dio muy buen resultado, pues en un tiempo récord de 3 días se consiguió rodear toda la ciudad con un cerco de estacas puntiagudas de 8 kilómetros de perímetro, reforzado con unas 13 fortificaciones en su derredor con guarniciones de soldados vigilantes; y con el fin de proveer materiales para la construcción de esta empalizada, la región rural alrededor de Jerusalén fue despojada de sus árboles por unos 16 kilómetros a la redonda. Tal vez Josefo, el narrador de esta infeliz historia, nunca supo (o nunca quiso saber) que ese cerco fue profetizado por Jesucristo casi 40 años antes (es decir, casi 5 años antes del nacimiento del historiador), cuando hizo su entrada triunfal en Jerusalén, pocos días antes de su muerte: «Al acercarse y ver la ciudad (se sobreentiende: Cuando Cristo se aproximaba a la ciudad santa sentado sobre un pollino), lloró por ella, diciendo: “Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz... Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, en que tus enemigos te rodearán de empalizadas (se sobreentiende: Un cerco de estacas puntiagudas), te cercarán y te apretarán por todas partes, y te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita (se sobreentiende: El tiempo en el que los tribunales celestiales te examinarían o visitarían simbólicamente para darte tu justa retribución, especialmente a causa del asesinato del Mesías)”» (Evangelio según Lucas, capítulo 19, versículos 41-44; Biblia de Jerusalén de 1975).

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 174]
    Tito, procurando evitar la destrución de la ciudad, pide a Josefo que éste hable a los rebeldes en su lengua materna y los persuada a rendirse. Así, antes del asalto final, Tito busca, por última vez, la rendición pacífica de los sitiados pensando que tal vez la demostración de poderío romano con el ceremonial de la entrega de la paga y el hecho de que gran parte de la ciudad estuviera bajo dominación romana eran razones más que suficientes para claudicar. En esta ocasión, el discurso de Josefo se atiene a 3 premisas: primero, asegurar la salvación de los rebeldes judíos y del Templo, segundo, la incontestable superioridad militar romana y, tercero, en el orden teológico hacerles ver que Dios no está con ellos por sus pecados y que ahora sus prodigios los hace a favor de los romanos, exhortando a sus compatriotas a arrepentirse, para que así Dios los perdone. Incluso va más allá, ofrece su vida y la de su familia a cambio de que cesen las hostilidades. Algunas de estas frases de Josefo revelan no sólo su gran capacidad elocuente sino, también, una perspicacia fuera de lo común. Por ejemplo, él implora a los rebeldes que ahorren vidas que serán perdidas inútilmente, y que tengan presente que tanto el país como el Templo están en grave peligro de extinción. Afirma que, por lo que él está viendo, los romanos están más interesados en proteger el Templo que ellos. Es sensato y racional ceder ante ejércitos superiores, y los romanos son los amos del mundo porque, claramente, la voluntad de la Deidad está a favor, o no se opone, a la prosperidad de ellos. Si los antepasados de ellos estuvieran ahora gobernando la ciudad, hace tiempo que se habrían rendido a los romanos. Los romanos ya saben que el hambre cunde por toda la ciudad y que esto presagia la caída inevitable de la misma, por lo que es muestra de indulgencia por su parte ofrecerles garantías de ser tratados bien si se rinden ahora, mientras que nadie será perdonado si se obcecan en rechazar todas estas ofertas. La Biblia demuestra que cuando la Deidad apoya a los judíos el éxito es obtenido por éstos sin necesidad de recurrir a la guerra, mientras que si la guerra es emprendida por los judíos contra poderes superiores el resultado es siempre el fracaso y la destrucción para los judíos. Josefo se compara directamente a Jeremías al argumentar que este profeta también le habló vigorosamente al pueblo diciéndole que ellos eran odiosos a Dios y serían tomados cautivos a menos que rindieran la ciudad; pero ellos hicieron caso omiso y hasta quisieron matar al profeta, de forma parecida a como los rebeldes ahora “me atacan con insultos y proyectiles, mientras les exhorto a salvarse. Los milagros, además, dan la bienvenida a los romanos: El estanque de Siloam, que había sido secado, ahora se ha llenado de agua gracias a la aproximación de Tito”. Con estas palabras, parece que una parte de la población quedó convencida, pero los zelotes no, quienes incluso le arrojaron una piedra que impactó en la cara del historiador y éste quedó inconsciente; y sólo la rápida actuación de los legionarios evitó que los judíos se llevaran el cuerpo caído de Josefo al interior de la ciudad. Por lo tanto, ante dicha respuesta, Tito comprendió definitivamente lo que tenía que hacer.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 173]
    El 4 de junio del año 70 fue arrasada la segunda muralla en su parte norte, pero todavía quedaba la primera muralla sin penetrar, así como la Fortaleza Antonia y el Templo, siendo este último, sin duda, el postrero foco de resistencia judía antes de que la ciudad cayera totalmente en manos romanas. Tito, inteligentemente, sabiendo que aún quedaba la fase más difícil del asedio, ordenó que las tropas pudieran descansar y recuperarse. Además, para animar a sus soldados y para mostrar a los rebeldes el poderío y la grandeza de Roma, en una actitud más psicológica que beligerante, el futuro emperador ordenó que los soldados recibieran la paga, pues éstos cobraban 3 veces al año, en enero, mayo y septiembre, y aún no habían recibido el pago de mayo y ya el calendario se encontraba a primeros de junio; pero la causa de la demora se debió al derribo de la segunda muralla a principios de junio, con lo cual existían varios días de retraso en el mismo, de forma que al efectuarse ahora se relanzaría la moral de las tropas de cara al asalto final. Normalmente la paga se hacía de una manera discreta, pero, en esta ocasión, Tito mandó realizar una ceremonia especial para su distribución, dándole solemnidad al acto y ordenando que todo el ejército se desplegase a la vista de los asediados. Los soldados rivalizaban en cuanto al abrillantamiento de la armadura y sus armas, mientras que los hombres de caballería lucían sus mejores galas y arneses desfilando a la vista de los sitiados, quienes, con mezcla de admiración y de espanto, contemplaban atónitos semejante espectáculo. Este ceremonial significaba para los romanos un orgullo personal y de bandera, así como la obtención de la merecida recompensa por prestar servicio militar; pero para los rebeldes, en cambio, se trataba de una demostración de fuerza y poderío emanados del demoledor ejército romano. El espectáculo duró 4 días, es decir, el tiempo que se tardó en pagar a todos los soldados de las diferentes legiones.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 172]
    Caída la muralla exterior, los romanos prepararon el asalto a la segunda muralla. Los judíos, detrás de la muralla, seguían defendiéndose con un valor y un arrojo dignos de admiración, como si aun pensaran que podían repeler a los romanos; dispuestos a morir por sus jefes, en especial por Simón bar Gioras, y mostrando la extraordinaria tenacidad ante la adversidad que Flavio Josefo conocía bien. Pero esto no bastaba para detener ya a los romanos, pues Tito consiguió en sólo 5 días abrir una brecha en una de las torres en la parte norte de la segunda muralla. Pero antes de eso, el futuro emperador fue objeto de un conato de trampa en la que un tal Cástor y algunos otros judíos, implorando falsamente piedad a los sitiadores, intentaron atraer a los soldados con objeto de lanzarles piedras; por lo visto Tito accedió a la petición y envió a un representante suyo, pero Josefo sospechó la treta desde el principio y rehusó participar en las negociaciones; al final, Cástor atacó a los negociadores y cuando los romanos reanudaron la acometida contra la torre él prendió fuego a la misma y se dio a la fuga. Hacia el 30 de mayo, la segunda muralla de la ciudad cede ante el ariete romano e, imprudentemente, Tito con sus singulares y mil legionarios penetra hacia el interior de la ciudad por la abertura sin encontrar apenas oposición al principio; sin embargo, se olvidó de dar la orden de que los legionarios ensancharan la brecha, y cuando él y sus hombres fueron atacados por los rebeldes dentro de las estrechas calles de la ciudad, llenas de artesanos y tenderos a los que magnánimamente dejó con vida, Tito y sus soldados tuvieron muchísimas dificultades para retroceder y retirarse ya que la estrechez de la brecha les impedía salir y también que los refuerzos entraran en su ayuda. Al final, consiguieron escapar de allí a la desesperada, mientras que los judíos taponaban la brecha con los cuerpos de los caídos. Pero la alegría de los rebeldes duró sólo 3 días, ya que al cuarto, un segundo ataque romano hizo ceder de nuevo la segunda muralla y esta vez sí que se ordenó a los legionarios que la derribaran junto con los edificios adyacentes, para poder maniobrar con mayor seguridad. Así, pues, para principios de junio del 70 la segunda muralla también cayó.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 171]
    La técnica más usada por los romanos para los asedios por asalto, en cuanto a abrir brecha en las murallas, era la del ariete. Terminados los trabajos de despeje del terreno para que las máquinas pudieran acercarse a la muralla a través de la construcción de rampas, una por cada legión, lo que hacía un total de tres, se construyó una torre de asedio por cada una de las legiones, con el objetivo de que arqueros y escorpiones (armas con cuerpo metálico que arrojaban flechas de unos 70 cm de longitud, con un alcance máximo de poco más de 350 metros, capaces de traspasar por completo un escudo y estimándose que cada centuria disponía de una de ellas, lo que haría un total de 59 por legión) pudieran disparar contra cualquier defensor situado en el parapeto de la muralla a la misma altura cuando llegase el momento. Las legiones acercaron, pues, los arietes y las torres de asedio desde una posición segura para evitar que los rebeldes pudieran destruir alguna de ellas y antes de que el ariete diera el primer golpe a la muralla los romanos instaron por última vez a los judíos para que se rindieran, ya que una vez dado el primer golpe no habría marcha atrás. Pero no hubo una respuesta positiva, por lo que el ariete dio la primera embestida, lo que provocó que los sitiados enseguida arrojaran desde la muralla todo tipo de proyectiles a la vez que se abalanzaban en pequeños grupos a romper los manteletes que protegían a los arietes. En una de estas escaramuzas, ya cuando uno de los arietes de la legión XV (Apollonaris) empezaba a hacer mella en la muralla, fue tal el ardor mostrado por los sitiados hacia los romanos que a punto estuvieron de echar a perder todo el trabajo realizado hasta entonces por las tropas romanas. No obstante, gracias a la impetuosidad de Tito y a las vexillationes procedentes de las legiones egipcias, a saber, la III (Cyrenaica) y la XXII (Deiotariana), pudieron detener esta salida, consiguiendo sólo un prisionero, al que crucificaron para mostrar a los rebeldes el destino que les esperaba si osaban continuar desafiando a Roma. A pesar de ello, el gran ardor mostrado por los rebeldes en su salida, hizo mella en los romanos generando cierto nerviosismo, que se acrecentó esa misma noche cuando sin causa aparente una de las torres de asedio se vino abajo. Sin embargo, el empuje romano no se vino del todo abajo y los soldados siguieron intentando abrir una brecha persistentemente. En el interior, el general de los 5.000 idumeos (un tal Juan, bajo las órdenes de Simón bar Gioras) muere al ser alcanzado por una flecha romana. Finalmente, uno de los arietes abre brecha en la tercera muralla y los rebeldes, presa del pánico, recularon hacia atrás pensando que la muralla ya no era defendible, y se parapetaron en la segunda muralla. Habían pasado 15 días de asedio hasta que por fin los romanos pudieron avanzar, lo que nos sitúa aproximadamente en el día 25 de mayo del año 70. Tito mandó demoler gran parte de la tercera muralla, junto con otras estructuras y edificios de este sector de la ciudad (la Bezeta), con el objetivo de que las 3 legiones asediadoras (V, XII y XV) acampasen en ella.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 170]
    El asedio propiamente dicho comenzó. El lugar escogido para el primer asalto a las murallas fue en los aledaños de la tumba del sumo sacerdote Juan Hicarno, no demasiado lejos de la actual Puerta de Jafa. Los legionarios despejaron el terreno adyacente con el fin de prepararlo para que las máquinas de asedio pudieran maniobrar y recogieron toda la madera posible para su construcción. Como es lógico, los sitiados intentaron por todos los medios frenar, a través de proyectiles disparados con escorpiones y balistas conseguidas durante el desastre de Bethorón, los trabajos de los legionarios, mientras que éstos, para salvaguardar el esfuerzo de sus compañeros, hacían lo mismo, intentando despejar a los rebeldes de las murallas también a base de proyectiles. El intercambio favoreció a los romanos, que, a pesar de sufrir algunas bajas, pudieron seguir adelante con sus trabajos. Flavio Josefo cuenta que los sitiados podían prever el lanzamiento de las piedras de las catapultas por ser éstas demasiado claras, vistas contra un fondo oscuro desde las murallas, lo que daba tiempo a que se apartaran de la trayectoria y se escondieran. Los romanos, dándose cuenta de ello, pintaron las piedras de un color oscuro, con el propósito de que fueran más difíciles de advertir y así causar más bajas. Pero este tipo de intercambios, a pesar de que favorecía a los romanos porque llevaban ventaja en cuanto a destreza, no era suficiente para abrir una brecha en la tercera muralla sino que hacía falta algo más que eso.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 169]
    El 1 de mayo del año 70, Tito mueve el campamento hacia el oeste y noroeste de Jerusalén, a una distancia de 2 estadios (unos 400 metros) de la torre Psefino, que está empotrada en la tercera muralla de la ciudad, la que rodea la ciudad nueva (Bezeta); pero la legión X permanece en el monte de los Olivos. A continuación, Tito rodea las murallas para seleccionar un punto de asalto, acompañado por el tribuno Nicanor (antiguo amigo suyo de Galilea) y de Josefo, en una postreta tentativa de negociar con los rebeldes. Pero Nicanor es alcanzado por una flecha en el hombro izquierdo, mientras que Josefo no conseguía convencer a los sitiados. Por lo tanto, Tito, viendo que las negociaciones eran inútiles, pasó a la acción, ordenando a las legiones XII (Fulminata) y XV (Apollonaris) que estuvieran preparadas para entrar en combate inmediato y se situaran a 2 estadios al noroeste de la torre Psefino, y ordenando a la legión V (Macedonica) que se apostara más al sur, cerca del Palacio de Herodes; pero la legión X (Fretensis) tendría que seguir acampada en el monte de los Olivos. Por su parte, Flavio Josefo se daba cuenta que los sitiados habían constituido un frente común a pesar de sus diferencias y que contaban con el apoyo de la población restante, pertrechada ésta detrás de las murallas de la ciudad, al mando de sus dos grandes jefes Simón y Juan, y que contra eso era inútil instar a la rendición de manera pacífica. El punto de asalto elegido por Tito es frente a la tumba de Juan Hircano (gran sumo sacerdote y jefe macabeo del siglo II antes de la EC, que extendió considerablemente los límites de Judea al someter militarmente toda la Palestina), en el oeste de la ciudad, a fin de demoler la tercera muralla por su parte aparentemente más frágil, capturar la ciudad Nueva y atacar posteriormente la fortaleza Antonia presumiblemente por su lado nordeste. Entonces ordena a las legiones XII y XV que se sitúen más al sur, al objeto de construir terraplenes para el asalto.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 168]
    Juan de Giscala (el antiguo rival de Josefo en Galilea) derrota a Eleazar y sus fanáticos y se hace con el control del Templo. Por lo tanto, las facciones quedan reducidas a dos, a saber, la capitaneada por Simón bar Gioras, con 10.000 judíos y 5.000 idumeos, y la liderada por Juan de Giscala, con sus 6.000 zelotes originales más 2.400 zelotes de Eleazar que se han afiliado a él. Simón controla la Ciudad Alta y la Ciudad Baja, y casi toda el área cubierta por la segunda y la tercera murallas; Juan controla el Templo y sus alrededores; y parece que la zona limítrofe entre ambos fue reducida a cenizas. Por su parte, los romanos casi han acabado ya los trabajos de construcción y asentamiento para sus diferentes campamentos, en tanto que un hombre iba a tomar ahora el protagonismo: Flavio Josefo. El antiguo prisionero, liberado por el indulgente Vespasiano y que se había granjeado la amistad de Tito, iba a ser usado como instrumento de guerra psicológica. En efecto, los romanos, antes de realizar cualquier tipo de asedio, primeramente instaban a los asediados a que se rindiesen, procediendo, como es natural, a pasar al ataque si la respuesta era negativa. Habitualmente, el comandante en jefe, en este caso Tito, debería de ser el que instara a la rendición de los rebeldes judíos, pero en esta ocasión no sería así. Tito, inteligentemente, y sabiendo que el asedio podría ser largo y costoso, tenía como gran baza a Josefo, pues éste fue anteriormente uno de ellos y porque hablaba la misma lengua, y su elocuencia podría resultar muy útil; además, sabía, más que nadie, lo que estaba sucediendo en la capital, gobernada por dos facciones que tendrían sometido al resto del pueblo, harto ya del desarrollo de la guerra y de estar bajo las órdenes de dos cabecillas fanáticos. En estas condiciones y como solución para evitar el conflicto armado, Tito ordenó a Flavio Josefo que fuera el encargado de dar el discurso a los sitiados. La primera arenga pareció que iba a tener algo de resultado, pero demostró ser inocua, ya que aunque al día siguiente aparecieron rebeldes apostados sobre las murallas pidiendo la paz de forma empecinada, prometiendo a los romanos que les abrirían las puertas si llegaban a un acuerdo, sin embargo, resultaría ser una treta: Un grupito que simulaba ser extremista fue expulsado de la ciudad y consiguió atraer a un destacamento romano hasta quedar al alcance de los proyectiles que se arrojaban desde lo alto de la muralla, causando numerosas bajas entre los romanos en su intento de huir cuando hubieron descubierto el engaño. Al enterarse Tito del suceso, éste montó en cólera contra los supervivientes por haber actuado sin previa orden, y pensó castigarlos severamente con la pena capital para que los demás tomaran ejemplo, pero la actuación de los otros soldados, implorando clemencia para los posibles condenados, hicieron recapacitar al futuro emperador de que la ejecución de los soldados no sería la mejor opción, no sólo por diezmar a las tropas sino también para no ver menoscabada su reputación; así que, al final, suponiendo que ya había quedado clara la importancia de mantener una estricta obediencia, les perdonó la vida.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 167]
    Al día siguiente, las legiones empezaron a establecer sus campamentos, no sin antes preparar el terreno para su asentamiento haciendo desaparecer los desniveles existentes, talando los árboles de alrededor y desbrozando la campiña de las inmediaciones con vistas al asedio. Las legiones XII (Fulminata) y XV (Apollinaris) levantaron sus campamentos en el monte Scopus (Escopo), que estaba aproximadamente a una milla (1'6 km) al nordeste de Jerusalén, mientras que la legión V (Macedonica) hacía lo mismo unos centenares de metros más atrás. La legión X (Fretensis), aislada del resto, acampó en las inmediaciones del monte de los Olivos, un poco más arriba del valle de Cedrón, pero, cuando aun no había terminado los trabajos de asentamiento, súbitamente, los judíos organizaron un ataque combinado cruzando el valle de Cedrón y pillaron por sorpresa a la legión. Muchos legionarios huyeron despavoridos, mientras otros, a las órdenes de centuriones y oficiales, apenas pudieron formar una línea de contención frente al ataque sorpresa. Tito fue avisado de la escaramuza y corrió presto junto con sus singulares a contrarrestar la ofensiva, consiguiendo que los legionarios que habían huido regresaran a apoyar a los demás. A continuación, Tito cargó con su caballería hacía el flanco de los rebeldes y los jinetes romanos, muy superiores a los jinetes judíos, consiguieron hacer huir a éstos y obligaron al resto de los judíos regresar por donde vinieron. Finalmente, viendo que el peligro había pasado, Tito ordenó reanudar la construcción del campamento, estableciendo una fuerza de cobertura formada por cohortes auxiliares y otros soldados de refuerzo. Pero hubo de nuevo otra oleada rebelde de tal ímpetu que Tito se vio obligado a luchar cuerpo a cuerpo a la cabeza de sus tropas, a las que se sumó de nuevo la legión X; y finalmente consiguieron detener el ataque y reunir de nuevo a la fuerza que hacía de cobertura, permitiendo a los legionarios regresar a las tareas de asentamiento y completar por fin la construcción del campamento.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 166]
    Debían ser ya los finales del invierno, o los comienzos de la primavera del año 70, cuando Tito acampa en Gibeah de Saúl, a 30 estadios (5'5 kilómetros) al norte de Jerusalén, con las legiones XII y XV. Entonces, el futuro emperador, escoltado por 600 jinetes, que probablemente serían sus singulares, decidió hacer un reconocimiento de la ciudad con el propósito de juzgar el ambiente que se respiraba dentro de ella, ya que parecía que por fin se había calmado la oleada de disputas entre las distintas facciones. Sin casco ni armadura, en paralelo a las murallas, efectuó la maniobra, quizás confiando en que la rapidez de las caballerías le permitían semejante acción sin riesgo alguno. Pero en un momento dado, por sorpresa, un grupo de rebeldes realizó una salida que pilló por sorpresa al propio Tito, quien, gracias a que un puñado de jinetes se quedaron con él para protegerlo, salió ileso del peligroso trance (de otra forma, seguramente hubiera caído en manos de aquellos judíos). Los demás jinetes habían huido en desbandada, pensando que todos, incluso Tito, habían hecho lo mismo.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 165]
    La aproximación a Jerusalén se hizo desde varios frentes. Concretamente desde el oeste, llegaron las legiones XII (Fulminata) y XV (Apollinaris) al mando de Tito, y la V (Macedonica) desde Emaús. La excepción fue la legión X (Fretensis), que venía desde Jericó con el propósito de encontrarse a las puertas de Jerusalén con las otras tres legiones. Ahora bien, las legiones no avanzaban en orden de batalla, ya que la posibilidad de encontrar al enemigo en campo abierto era muy baja. No obstante, se movían con cautela bajo las estrictas órdenes de Tito y sus oficiales. El orden de marcha era bastante parecido al que Vespasiano realizó en el asedio de Jotapata; a la vanguardia iban los auxiliares y tropas aliadas en formación cerrada, pero muy probablemente llevando como pantalla piquetes de caballería y grupos de arqueros, así como infantería ligera, encargados de explorar el terreno por si hubiera algún tipo de emboscada; inmediatamente detrás se encontraban los oficiales y soldados responsables de planificar e iniciar la construcción del campamento de marcha para pasar la noche; y a continuación iba el convoy de provisiones de los oficiales, seguido por Tito y su estado mayor, al que pertenecía Tiberio Julio Alejandro, antiguo prefecto de Egipto, custodiados por sus singulares (estos “singulares” eran cuerpos de caballería e infantería reclutados entre las tropas auxiliares de cada provincia, que en un principio se encargaban de proteger a los diferentes cargos provinciales, ya fueran gobernadores de rango consular o pretoriano, prefectos, legados o procuradores, pero que en el siglo I de nuestra era se constituyeron en cuerpos militares de élite cuyas funciones básicas eran las de proteger a la figura del emperador o de alguno de sus hijos o posibles sucesores; el número de soldados de cada “singular” era variable y estaba comandado por un centurión de legión que recibía el nombre de “praepositus” o “curam agens”) y de 120 jinetes que tenía cada legión. Después, avanzaba otro convoy con las piezas de artillería para el asedio, y, a continuación, muy posiblemente, iban los jefes de las unidades auxiliares y de las tropas aliadas juntos, con el propósito de que a Tito le fuera más fácil dictarles órdenes; y detrás iban las legiones, cada una con su emblema del águila, seguidas por su séquito de esclavos y las provisiones; finalmente, en la retaguardia, marchaba el resto de auxiliares y tropas aliadas.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 164]
    Si nos atenemos a los relatos de Flavio Josefo, la ciudad de Jerusalén se encontraba asentada entre dos colinas, la del este bastante menos elevada que la del oeste, además de estar rodeada la ciudad por barrancos infranqueables y grandes hondonadas. En la época del asedio, la mayoría de la población estaba situada en la colina más baja, conocida como Ciudad Baja, en un proceso de ocupación que había comenzado ya en la época de los últimos reyes de Judá. Pero lo más imponente de la ciudad eran sus murallas, formidables y muy difíciles de penetrar. De afuera hacia adentro, es decir, comenzando desde la parte exterior, tenemos la llamada tercera muralla, que era la más reciente y que comenzó a erigirse en época de Agripa I, hacia el año 41 o 42 de nuestra era, destinada a proteger el barrio nuevo de Betzatá (o Bezeta), situado en la Ciudad Nueva, cuya construcción quedó interrumpida para no levantar sospechas de cara a las autoridades romanas, y que en estos momentos aún no había sido terminada y además era de menor calidad que las dos restantes murallas, más antiguas. Parece ser que justo antes del asedio del año 70 se reanudaron los trabajos con el fin de acabarla pero no dio tiempo, y, según Flavio Josefo, de haberse terminado dicha muralla la ciudad habría sido totalmente inexpugnable puesto que ningún artefacto bélico habría podido rebasar los bloques de piedra de 10 por 5 metros que cuarteaban su superficie exterior. Mención especial merece la llamada Torre Psefino, situada en el ángulo noroeste, entremetida en la tercera muralla, en cuya proximidad establecería Tito su campamento. La segunda muralla, situada detrás de la tercera y menos extensa, fue levantada en la época asmonea debido al ensanchamiento de la ciudad hacia la colina oeste, mucho más extensa. A su nordeste se encontraba la Fortaleza Antonia, rodeada de 4 torres en sus ángulos, construida por Herodes bajo patrocinio de Marco Antonio, cuyo nombre se debe a este último, justo al lado de la parte noroeste del Templo. La primera muralla, de la que aún no se ha descubierto su totalidad, tenía al menos 7 metros de espesor y englobaba al resto de la ciudad, o sea, la Ciudad Alta y la Ciudad Baja y también la mitad del Templo, ya que la parte norte de la muralla, en un terreno nivelado, nacía cerca del acceso al mismo. En la parte noroeste de la muralla, y extendiéndose hacia el sur, se encontraba el espléndido Palacio de Herodes rodeado en su parte norte por 3 torres que recibieron el nombre de Hípico, en honor a un amigo, Fasael, el nombre de su hermano, y Mariamme, el de su esposa. El resto de la primera muralla se alzaba sobre grandes precipicios, lindando al este con el valle del Cedrión (o Cedrón) y al oeste y sur con el valle del Gehena. Además, la Ciudad Alta y la Ciudad Baja debieron de estar separadas por un muro interior que nacería en la parte norte de la primera muralla y finalizaría en el ángulo suroeste de la misma. Por último, estaba el Templo, que en sí constituía una magnífica fortaleza, remodelado por Herodes, que supuso uno de los bastiones de resistencia más enconada frente al empuje de Tito, pero que finalmente acabaría completamente destruido.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 163]
    Tito disponía de 4 legiones para el asedio, a saber, la legión V (Macedonica), cuyo legado era Sexto Vetuleno Cerealis, la legión X (Fretensis), dirigida por Aulo Lancio Lépido Sulpiciano, la legión XV (Apollinaris), cuyo mando estaba bajo Marco Tittio Frugi, y la legión XII (Fulminata) cuyo legado, aunque no lo sabemos con certeza, quizás fuera Cesenio Galo, el mismo que estaba al frente de la misma cuando le ocurrió el desastre de Bethorón. Esta última, a pesar de sufrir aquel famoso revés, había sido recompuesta y restituida y acerca de ella Flavio Josefo afirma que sus integrantes estaban sedientos de venganza. Aparte de estas 4 legiones, que se encontraban incompletas en número debido a las bajas en las campañas anteriores, Tito contaba, para compensar, con vexillationes (nota: Una “vexillatio” era un destacamento de nueva creación formado para cubrir las necesidades militares en una determinada campaña bélica, y habitualmente constaba de varias centurias de soldados procedentes de diversas unidades o legiones) extraídas de la legión III (Cyrenaica) y de la legión XXII (Deiotariana), con un total aproximado de 2.000 hombres, las cuales estaban estacionadas en Egipto al mando del prefecto Tiberio Julio Alejandro (quien fue, al igual que Flavio Josefo, un antiguo judío que ahora servía a los romanos); también contaba con unos 3.000 mil hombres procedentes de Siria, quizás de las legiones III (Gallica) y VI (Ferrata); además, tenía el apoyo de los príncipes clientes Agripa II, Soemo de Emesa y Antíoco de Comagene, y 8 alaes de caballería auxiliar (nota: La alae, o ala, según Polibio, era un término que designaba a la caballería que se alineaba tanto a la derecha como a la izquierda de una legión, generalmente constituida por unos 500 hombres bajo el mando de un prefecto de la orden ecuestre) y 20 cohortes de infantería (nota: Una cohorte era una unidad táctica uniforme que constaba de 500 a 700 soldados). El número total de efectivos humanos al mando de Tito podría establecerse aproximadamente en unos 40.000 a 60.000, entre combatientes y auxiliares.

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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 162]
    A pesar de la obligada tregua que Vespasiano tuvo que acometer con motivo de la guerra civil que estalló en Roma y en la que él mismo acabó siendo el vencedor y vistiendo el manto purpúreo del emperador, los rebeldes de Jerusalén desaprovecharon la ocasión de unir sus fuerzas contra los romanos. En efecto, la situación en la capital de Judea, durante esos meses otoñales e invernales de tregua, distaba mucho de ser la más conveniente para la defensa de la ciudad; y para colmo se habían producido diversos enfrentamientos, con abundante derramamiento de sangre, provocando una especie de guerra civil entre las distintas facciones y una total desatención a las medidas estratégicas más básicas para poder aguantar el inminente asedio. Por un lado estaba Eleazar ben Simeón, el principal jefe de los zelotes en Jerusalén hasta la llegada de Juan de Giscala; y este Eleazar no estaba dispuesto a servir bajo las órdenes de Juan por considerarlo un líder novato en la ciudad y por ser más joven (y supuestamente más inexperto) que él. Eleazar dominaba a los hombres de Juan, ya que se encontraba en el Templo en una posición ventajosa pese a su inferioridad numérica, y los matenía a raya. A su vez, Juan de Giscala tenía que hacer frente a Simón bar Giora, que tras realizar algunas correrías por Galilea e Idumea, había llegado a la capital con los brazos abiertos y gracias a la colaboración del pueblo, con la esperanza de amortiguar la actitud extremista de Juan de Giscala; pero este Simón bar Giora pronto mostró ser igual o peor, con lo que el pueblo, esperando deshacerse de un tirano, se encontró con dos, luchando entre sí, a pesar de que ambos consideraban a los ricos y aristócratas como enemigos comunes. Por otro lado, en el frenesí por debilitarse mutuamente, Juan y Eleazar no encontraron nada mejor que prender fuego a los enormes almacenes de grano de la ciudad, en donde estaban las reservas de víveres acumulados con vistas al asedio; así, ambos, con el miope objetivo de evitar que el bando rival se adueñara de ellos, habían decantado la situación bélica muy a favor de los romanos. Según Flavio Josefo: “Todos los alrededores del Templo fueron presa del fuego, la ciudad quedó convertida en campo yermo librado (se sobreentiende: Abandonado) a las peleas intestinas y ardió todo el trigo, que pudiera haber bastado para muchos años a los asediados”.

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