[Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 149]
Era ya el comienzo del verano del año 67 de nuestra era, y el asedio de Jotapata no progresaba. Sin embargo, un destacamento de 2.000 infantes y 1.000 jinetes enviado por Vespasiano conquistaba una ciudad vecina, Jafa, donde los romanos degollaron a todos los habitantes varones en las calles o en las casas, esclavizando a mujeres y niños pequeños. Otro destacamento, aparentemente al mando de un tal Cerealius, bajó hacia Samaria e hizo una masacre de gentes que se habían reunido en el monte Garizim o Guerizim, la montaña sagrada de los samaritanos; murieron cerca de 10.000 hombres. Se apostaron varias guarniciones romanas, vigilando esta región densamente poblada. Al norte, por fin un desertor judío informó a Vespasiano que los defensores de Jotapata estaban agotados por la continua falta de sueño y por la debilidad, pues el asedio se prolongaba ya por 47 días, en lucha sin descanso por parte de los sitiados, y le dijo que la mejor hora para sorprenderlos era la última de la madrugada, dado que los cansados guardias se quedaban profundamente dormidos. Vespasiano, aunque no se fiaba demasiado, decidió probar. De madrugada, el ejército avanzó hasta la muralla silenciosamente; Tito, el hijo de Vespasiano, junto con uno de sus tribunos y unos pocos soldados escogidos, subieron al muro, mataron a los centinelas, entraron en la ciudad y abrieron las puertas de ésta con sigilo. Tras ellos empezaron a entrar, en grupos, más y más soldados. Al amanecer, en medio de una densa niebla que se había declarado, el ejército romano entró en la ciudad y muchos de sus habitantes se dieron cuenta de ello en el preciso momento en que eran degollados. No se perdonó a nadie, y los romanos empujaban a la gente cuesta abajo por las estrechas callejuelas, donde al apiñarse eran fácilmente masacrados. Algunos de los soldados judíos de la guardia personal de Josefo se suicidaron. Los romanos sólo tuvieron un muerto en este asalto final, a saber, un centurión que, al intentar sacar a un judío que se había refugiado en una cueva, fue herido por éste con una lanza por debajo de la ingle. En los días siguientes, los romanos buscaron a todos los escondidos en las cuevas y cloacas de la ciudad y mataron a todos los que encontraron, excepto a mujeres y niños pequeños (que eran más de un millar de supervivientes). La cifra total de muertos judíos en Jotapata fue, según Josefo, de unas 40.000 personas. La ciudad fue demolida por orden de Vespasiano. Eran los últimos días del julio del año 67. Se buscó por todas partes al general Josefo, pero no aparecía. Se había refugiado con algunos de sus soldados en una cueva de difícil acceso. Los romanos se enteraron por las confidencias de una mujer, e intentaron convencerle para que saliera y se entregara por mediación de un tribuno, antiguo conocido suyo. Pero los demás soldados judíos que estaban con Josefo no se lo permitieron y le amenazaron de muerte con sus espadas si intentaba salir. Los romanos, enfurecidos, querían pegar fuego a la cueva, pero el tribuno los contuvo, pues estaba empeñado en cogerlo vivo. En el interior de la cueva, Josefo intentó al principio convencer a sus compañeros con palabras, hablando acerca de la ilicitud moral del suicidio, pero ante semejante discurso religioso-filosófico ellos estuvieron a punto de matarle allí mismo. Es el propio Josefo el que cuenta lo que sucedió y cómo consiguió librarse de la muerte a manos de los suyos: a uno de ellos le llamó por su nombre, a otro le miró con mirada de jefe, a otro le cogió de la mano derecha y a otro le suplicó, y de este modo consiguió apartar de su cuello todas las espadas. No cabe duda de que este hombre tenía grandes cualidades histriónicas y un gran poder de persuasión con la palabra y los gestos, al tiempo que un buen conocimiento de la psicología humana. De todas formas, viendo que no era posible convencerlos, fingió cambiar de actitud y les propuso una solución intermedia: que se suicidaran todos por sorteo, siguiendo un orden, de manera que el segundo matase al primero, el tercero al segundo, y así sucesivamente; y de esta forma no sería exactamente un suicidio. A todos les pareció bien la idea. No sabemos cómo (Josefo no lo dice), pero el caso es que él mismo se las arregló para salir elegido entre los dos últimos. Uno a uno fueron dándose muerte sucesivamente, y al final quedaron sólo Josefo y otro más, a quien no le costó convencerle de que se entregasen a los romanos, cosa que hicieron a continuación (no obstante, ésta es la versión del propio Josefo acerca de lo sucedido en la cueva, y no puede descartarse que incluso sea una semblanza acomodaticia y tergiversada de los hechos). Lo más grotesco del caso es que, cuando se enteraron en Jerusalén de la caída de Jotapata, tributaron a Josefo unos funerales de honor, con un duelo de 30 días. Más tarde, sin embargo, al ser informados de que estaba con los romanos y colaboraba con ellos, fue considerado un verdadero enemigo público de los judíos.